Aún cuando se trata de uno de sus libros más decididamente personales -y con eso quiero decir: más arriesgados con respecto a qué contar- es evidente que ésta no quiso ser nunca una celebración ególatra. Tampoco es ese tipo de ejercicio autoexploratorio tan común en los ensayistas que buscan sombra bajo el árbol de Montaigne. No hay aquí una tierna rememoración de, cómo alguien ya pintaba desde niño para ser una gloria de las letras, ni tampoco encontramos una puesta en escena para que celebridades cercanas al autor entren y salgan a decir un parlamento sin importancia. En este libro la primera persona cumple otras funciones.
Aún cuando se trata de uno de sus libros más decididamente personales -y con eso quiero decir: más arriesgados con respecto a qué contar- es evidente que ésta no quiso ser nunca una celebración ególatra. Tampoco es ese tipo de ejercicio autoexploratorio tan común en los ensayistas que buscan sombra bajo el árbol de Montaigne. No hay aquí una tierna rememoración de, cómo alguien ya pintaba desde niño para ser una gloria de las letras, ni tampoco encontramos una puesta en escena para que celebridades cercanas al autor entren y salgan a decir un parlamento sin importancia. En este libro la primera persona cumple otras funciones.